Nueva Consciencia
Opinión
por Emi
Zanón Simón
Isaac Newton
I
Inglaterra,
1642
Lincolnshire
<<La aldea de Woolsthorpe, en el corazón de las Midlands orientales, había amanecido sepultada bajo un manto inmaculado de nieve el día de Navidad. El invierno estaba siendo muy duro, aunque ello no afectaba en absoluto a las numerosas ovejas que apaciblemente se movían por los exteriores de la granja donde vivían los Ayscough. No en vano, tenían fama de ser las ovejas que producían el más pesado abrigo polar por su larga y brillante fibra, mayor que cualquier otra raza ovina del mundo. La raza Lincoln, a la que pertenecían, había empezado a exportarse a otras partes del mundo, pues su versátil vellón era demandado cada vez más por las hilanderías y los fabricantes de tejidos. El condado de Lincoln presumía de ser el mejor considerado al respecto y de gozar de una economía que permitía una vida más cómoda para los campesinos y las numerosas granjas y fincas señoriales que poblaban sus tierras amenazadas constantemente por la peste y, en el último año, por una guerra civil entre los monárquicos, seguidores de Carlos I de Inglaterra, y los parlamentaristas, que disputaban sobre cómo debían gobernar el país, más que quién debía gobernarlo. Con todo, a la aldea de Woolsthorpe apenas había llegado la guerra ni la peste. Sus habitantes seguían viviendo su día a día de forma habitual, trabajando duro desde que despuntaba el alba hasta que llegaba la oscuridad —que en esa época del año solía ser muy pronto tras pasar el mediodía— y respetando sus valores puritanos de sobriedad, excluyendo imágenes, velas, celebraciones de festividades tradicionales que violaran sus principios regulares de la adoración y el estudio privado de la Biblia, en el que ponían mayor énfasis, pues su ulterior deseo era que todos alcanzasen la educación y la ilustración necesaria para que fuesen capaces de leer el libro sagrado por sí mismos.
Woolsthorpe, por lo tanto, al igual que las aldeas vecinas,
era una comunidad tranquila a la que, a pesar de todo, le acompañaba un halo
sutil de tristeza y recelo. Recelo, temor a esa peste maldita que tras tres
siglos seguía mortificando Europa entera. Y tristeza por esa incipiente guerra
que iba siendo cada vez más virulenta y que, poco a poco, sin ser conscientes
de ello, iba socavando los cimientos de su fe inquebrantable en el único Dios
verdadero, y fortaleciendo la creencia de que el fin del mundo era inminente.
—¡Hannah!, ¿te encuentras bien?
Hannah había dejado caer la Biblia que llevaba en las
manos. El sonido del impacto sobre el suelo alarmó a la señora Ayscough. En los
últimos días, cualquier cosa que su hija hiciera acaparaba toda su atención.
El embarazo de Hannah estaba muy avanzado y, aunque para sus cálculos aún
faltaba más de un mes para el alumbramiento, el estado de ánimo de su hija la
tenía muy preocupada. La aflicción, la pena profunda, la melancolía que, tras
la repentina y reciente muerte de su esposo, se había adueñado de ella hasta el
punto de parecer enajenada, ausente de este mundo, sin el menor interés por la
criatura que llevaba en sus entrañas, había generado en el matrimonio Ayscough
ansiedad, un estado de tensión continuo ante el peligro inminente que corría
su hija si no cambiaba de actitud, y ante la inseguridad de ser o no capaces
de atenderla adecuadamente. Un estado de tensión que se había extendido a sus
dos fieles sirvientes: Jacobo y Mildred Paddington. Era un matrimonio humilde,
sin hijos, de mediana edad que se ocupaba de todo: tanto daba que fueran los
apriscos y el ganado, cultivar patatas, remolachas o coliflores en el huerto,
limpiar el gallinero y recoger los huevos, replegar y almacenar los cereales en
el granero…, como la limpieza de la casa, el ventilado de las sábanas y la ropa
o la preparación de la comida y el peinado de las señoras. Claro está, contaban
con la ayuda puntual de los braceros de la aldea cuando se trataba de coger la
cosecha de avena y centeno o cuando, llegado el momento, tenían que esquilar
las ovejas y los carneros en un tiempo récord para que no se estropearan sus
valiosos vellones. Del mismo modo, atendían a los señores de la casa, ocupados
la mayor parte de su tiempo en la oración y en el seguimiento y la defensa de
una rigidez moral extrema, como marcaba su doctrina religiosa, cuando algún
asunto de importancia se instalaba en sus vidas.
—¿Ha llamado la señora? —preguntó Mildred con su acento de
campesina iletrada cuando irrumpió en la sala.
Había oído un ruido extraño mientras preparaba en la cocina
masa para cocer pan. No había sabido distinguirlo. Solo sabía con certeza que
provenía de allí, y ella, ante la duda, y ante ese estado de tensión
contagiado, decidió acudir de inmediato.
—No, Mildred. Gracias.
La señora Ayscough todavía esperaba anhelante una respuesta
de su hija.
Cierto era que el ambiente que se respiraba en la granja no
acompañaba demasiado a la recuperación del estado de ánimo de Hannah. En todas
las granjas vecinas celebraban la Navidad con alegría. Sin embargo, en la de
los Ayscough, el luto cubría hasta las paredes de piedra caliza gris enmohecida
a capricho. El color negro lo impregnaba todo: lazos negros sobre los cuadros,
sobre las puertas, las ventanas, los asideros de la alacena, los cierres de los
baúles…; negros sus jubones de lana gruesa, sus faldas de paño hasta los pies,
sus medias, sus gorros, sus crespinas y sus delantales, sus largas y holgadas
blusas del interior… Todo negro, hasta los pendientes que llevaba Hannah
confeccionados con los negros cabellos de su difunto esposo y que ella, de vez
en cuando, acariciaba como lo hacía cuando él estaba junto a ella. Aquellos
momentos íntimos en los que él apoyaba
la cabeza sobre su vientre y ella deslizaba los dedos entre sus ensortijados
cabellos negros aproximándole todavía más como para fundirse los tres en uno en
esos momentos ardientes de pasión y sobre todo de amor. Sí. Amor. Auténtico
amor. Aunque había sido un matrimonio convenido, no tardó en inflamarse el amor
entre la joven Hannah y su esposo a pesar de que este le doblaba la edad. Amor
que creció en el momento que supieron que iban a ser padres. No era de
extrañar, por tanto, que Hannah, ante el impacto de esa muerte repentina e
inesperada, hubiese sido presa de una compunción que la llevaba al
arrepentimiento constante de cualquier cosa que hubiese hecho a lo largo de su
joven vida en desacuerdo con la voluntad de Dios. ¿Por qué, si no, hubiese Dios
enviado esa desgracia a su vida? Algo debía de haber hecho mal, pero, por más
que intentaba buscar un motivo, no lo hallaba. No lo hallaba en su interior, su
corazón no encontraba argumento alguno que lo justificara, aunque su mente
inquisidora sospechara, por la estricta y puritana educación religiosa
recibida, que la forma en que entregaba su cuerpo a su esposo cuando estaban a
solas, siempre oculto bajo una larga camisola con una abertura del tamaño y
forma de una pera —bordada austera y minuciosamente con el fin de evitar
hilachas—, a la altura del pubis para facilitar la penetración, estaba guiada
por el demonio. Sí. El demonio. Pues ella sentía placer y ello era inmoral y
pecado. Una mujer no debía sentirlo.
—¡Aggg!... ¡Ayyy! ¡Ayyy!
Antes de que Mildred saliera por la puerta
del salón hacia la cocina, oyó un fuerte quejido acompañado de lamentos. Provenían
de la señorita Hannah, que agarraba con fuerza su prominente barriga.
—¡Hija!
—¡Señorita Hannah!
La señora Ayscough se levantó
desconcertada de su confortable silla al lado de la chimenea y se acercó a
Hannah al tiempo que Mildred, con las manos en la cabeza por el sobresalto de
ese nuevo ruido que, ahora sabía, era quejido, acudía con celeridad. Hannah
volvió a gemir, pero más intensamente. Su rostro y su cuerpo, en otros momentos
indolente, se contrajo hasta disminuirse, encogerse, como si tuviera mucho frío
o mucho miedo y quisiera reducirse hasta desaparecer.
—Ya viene… ¡Aggg!, ya viene… —masculló con
dificultad Hannah.
—¿¡Ya viene el niño!? —alarmada, inquirió
su madre.
Hannah hizo un esfuerzo por asentir.
Mildred se santiguó en un intento de invocar al Espíritu Santo como si fuese un
ministro de Dios en la celebración de la epíclesis.
—No puede ser. No es el momento… ¿Estás
segura, hija?
Hannah se contrajo de nuevo y empezó a
notar cómo un calor suave recorría sus muslos. Pronto Mildred observó que el
suelo estaba mojado.
—Sí… Señora, mire. —Apuntó Mildred al
suelo con la mano medio enharinada.
—¡Dios bendito! ¡Ha roto aguas! —exclamó
la señora Ayscough.
—¿Qué hacemos ahora, señora? ¿Voy a buscar
ayuda? ¿Caliento agua?...
Mildred había sido presa de sus nervios.
Chascaba la lengua y lanzaba las preguntas a la misma velocidad que sus
párpados titilaban. Había asistido a muchos partos en su vida; había introducido
más de una vez su mano en la vagina de una oveja, e incluso el brazo hasta el
codo en la de una vaca en momentos de alumbramientos difíciles, pero nunca
había asistido el parto de una mujer.
—La llevaremos a su habitación —dijo con
aplomo la señora Ayscough.
—Pero… ¿podremos subirla a su habitación
en este estado?
—Lo intentaremos. Vamos, cógela por debajo
de un brazo y yo por el otro.
Tanto Mildred como la señora Ayscough eran
de naturaleza robusta, estatura baja, pero robustas, en tanto que la señorita
Hannah, era alta y de complexión delicada, característica que no la beneficiaba
en esos momentos ni tampoco cuando estuvo casadera, pues una mujer entrada en
carnes era garantía de vigor, de gran resistencia, algo muy valorado en esos
tiempos amenazados por la peste, las privaciones y la guerra. Por ello, sus
padres vieron con muy buenos ojos el matrimonio convenido de Hannah con un granjero
puritano de la aldea vecina de Colsterworth a pesar de ser analfabeto.
Las escaleras de madera de roble oscuro
parecían interminables y Hannah no dejaba de gemir y gimotear. «Bien podríamos
haber dispuesto alguna alcoba en la planta baja para menesteres de cierta
urgencia —pensaba en esos momentos la señora Ayscough—. Pero claro, solo nos
acordamos de santa Barbara cuando llueve», masculló y Mildred no se dio ni
cuenta de ello, pues sus oídos solo ponían atención a la maltrecha señorita.
A cada gemido de Hannah, su respiración se
entrecortaba y hacían un descanso. Cuando esta retomaba el aliento, con un
nuevo impulso, acometían el siguiente peldaño. Al fin, arrastrándola como
pudieron, llegaron a la alcoba.
—Uff… ¡Gracias, Señor! —exclamó la señora
Ayscough.
Exhaustas y muy nerviosas, aunque Mildred
mucho más, dejaron caer a Hannah con cuidado sobre el borde de la cama con
dosel.
—¡Dios bendito! ¡Qué frío hace aquí!
—Mildred volvió a santiguarse imitando a la señora Ayscough.
—Avisa al señor y a tu marido —le ordenó—.
Calentad agua y traed paños y toallas. ¡Pronto! Y los braseros… No olvidéis los
braseros.
La señora Ayscough empezó a sudar y no
porque hubiese subido la temperatura en la habitación, que seguía estando fría
como el aliento de Hannah. Eran los nervios y los esfuerzos al intentar
desnudarla con dificultad. Ante los vehementes gemidos de su hija, desistió,
le puso la almohada doblada bajo la espalda para que estuviera incorporada y
facilitara el parto en lo posible, y le subió la falda. Desgarró las costuras
de la larga y holgada blusa interior empapada de orín y líquidos propios del
alumbramiento, y le abrió las piernas de par en par, hecho que a Hannah la
incomodó en grado sumo, pues un sentimiento de vergüenza se adueñó de ella, y
las volvió a cerrar con fuerza. Nadie, ni tan siquiera su marido, la había
visto desnuda, y mucho menos abierta a horcajadas y mostrando la entrada del
camino que, sin la bendición divina, se tornaba en pecaminoso. Volvió la señora
Ayscough a abrirle las piernas, y esa vez las sujetó y mantuvo separadas con
ímpetu a pesar de la resistencia de su hija. Dejó, entonces, la vía libre al
bebé que tenía impaciencia por salir del confortable o inhóspito vientre de su
madre. Nunca lo sabrían. Nunca sabrían si el dolor y la indiferencia de su
madre los últimos dos meses fueron la fuerza que le empujó a salir antes de
hora. O, por el contrario, lo fue el entusiasmo y las ganas de llegar a un
mundo que le iba a ofrecer la oportunidad de descubrirlo e investigarlo a
conciencia. Un mundo oscuro, anclado, sumergido en la fe y la superstición
desde mucho tiempo atrás. Fuera lo que fuese lo que le llevara a adelantar su
nacimiento, lo cierto fue que el bebé salió de un tirón en uno de los gemidos.
Su cuerpecito pequeño, diminuto, pellejudo, todavía no completado yacía inerte
entre las piernas de su madre.
Cuando acudió Mildred con las toallas y el
agua caliente, la señora Ayscough llevaba al niño en sus brazos envuelto en una
de las sábanas. De la impresión que se llevó Mildred al verla soltó las toallas
y la olla de agua caliente, que se desparramó por los suelos. Por fortuna,
detrás de ella entraba el señor Ayscough con otra olla y algunas toallas.
Jacobo, en ese mismo instante, estaba asistiendo al alumbramiento de un carnero
que, al contrario que el bebé, era robusto y con mucha vitalidad.
—¡Por Dios, Mildred! ¡Ten más cuidado!
—exclamó la señora Ayscough sumida en un estado emocional que contenía rabia,
alegría, impotencia, incertidumbre, cansancio… No sabría ella misma definirlo.
El bebé era un niño. Tenía en sus brazos a
un bebé que era su nieto. ¡Su primer nieto! Por momentos la emoción la
sobrepasaba. ¡Pero en qué estado! ¡Qué estado tan lamentable mostraba la
criatura! A ese niño de calva, diminuta cabecita y ojos abultados le auguraba
pocos días de vida, como mucho, una semana. Aun así, intentó sobreponerse y lo
acercó enseguida a Hannah.
—Hannah, hija… ¡Es un niño! ¡Un niño guapo
y fuerte! —mintió, pero ¿qué otra cosa podría decirle en esos momentos? Ya
expurgaría luego con oraciones su mentira que, también entendería el Altísimo,
estaba más que justificada.
El padre de Hannah, un hombre frío y
distante, muy circunspecto en su papel de padre y representante honorable de
una familia acomodada y puritana de su tiempo, poco pródigo en palabras, dejó
la olla en el suelo y las toallas sobre el arcón de madera de boj que su yerno
había torneado y grabado con las iniciales de Hannah y las de él como presente
de boda, además del anillo de prometida. Se acercó hasta la cama para darle un
beso en la frente y ver al niño. No dijo nada. Estaba tan sorprendido como
Mildred y su propia esposa… Hannah, por su parte, ni le miró. Tenía los
mechones del cabello castaño rojizo que sobresalían de la crespina de lana
negra empapados en el sudor del rostro y mostraba leves signos de cansancio. En
cambio, no parecía estar débil. Había sucedido todo tan rápido, sin apenas
dolores ni esfuerzo, que ella misma no salía de su asombro. Sabía de las largas
horas de dolor que antecedían al parto de otras mujeres primerizas. Su propia
madre le había contado todo lo que padeció con ella en el momento de nacer,
sin ser su primer parto. Estuvo a punto de perder la vida en las largas y
dolorosas horas que duró. El rápido alumbramiento de su hijo había sido, por lo
tanto, una prerrogativa. Así lo entendió ella. Tal vez, Dios, después de sus
largos días de oración y arrepentimiento, la había perdonado.
—Cógelo —le indicó su madre—. Vamos, hija,
cógelo… —le insistió.
—Sí, señorita Hannah, cójalo —secundó
Mildred, impaciente, a la señora Ayscough. Mildred no se había acercado al
bebé. Ante la subida de tono de su señora, se había quedado clavada en el suelo
anegado. Tenía el delantal y los pies mojados por el agua de la olla desparramada
ante la inesperada sorpresa, y la mirada chispeante. Parecía la única en estar
feliz por el nacimiento del niño. Quizá porque ella nunca pudo tener uno. Quizá
porque, después de tantos años de servicio en esa casa, quería a la señorita
Hannah como si fuese su propia hija. Y a ese niño, si Dios tenía a bien
concederle una larga vida, lo iba a querer como si fuera su propio nieto.
Los brazos de Hannah arroparon por primera
vez a su bebé. Lo miró de la misma manera con la que se mira algo que desconoces:
con curiosidad, con expectación, con asombro… Pero en su cara no se dibujó una
leve sonrisa, un leve gesto de compasión, un leve gesto amoroso. Tendría que
pasar algún tiempo para que ella albergara esos sentimientos hacia ese niño de
piel sonrosada y traslúcida y dedos largos, extremadamente largos. Todavía su
dolor y su profunda aflicción no les permitían el paso.
—Se llamará Isaac, como su padre —profirió
Hannah mientras le devolvía el niño a su madre—. Isaac Newton>>.
“Conócete a ti mismo
y conocerás el Universo”
Emi Zanón
Escritora y Comunicadora de la Nueva Consciencia
http://emizanonsimon.blogspot.com.es/


















