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lunes, 1 de diciembre de 2025

MI REGALO DE NAVIDAD 2025

 


  ¡Feliz diciembre y Navidad!

Nueva Consciencia

Opinión                                                                     

por Emi Zanón Simón

 Con todo mi Amor y deseos de una preciosa Navidad, tengo el gusto de regalaros el primer capítulo de mi nueva novela, ya vuestra, EL SECRETO CIFRADO, Editorial Sargantana.

 Ha sido un viaje lleno de personajes que amo, emociones intensas y muchas horas de trabajo. La historia comienza el Día de Navidad. Espero que disfrutéis esta primera mirada al mundo que he creado y que os quedéis con ganas de leer más.

 ¡Feliz diciembre y feliz Navidad!

 

 

Isaac Newton

I

Inglaterra, 1642

Lincolnshire

<<La aldea de Woolsthorpe, en el corazón de las Midlands orientales, había amanecido sepultada bajo un manto inma­culado de nieve el día de Navidad. El invierno estaba siendo muy duro, aunque ello no afectaba en absoluto a las numerosas ovejas que apaciblemente se movían por los exteriores de la granja donde vivían los Ayscough. No en vano, tenían fama de ser las ovejas que producían el más pesado abrigo polar por su larga y brillante fibra, mayor que cualquier otra raza ovina del mundo. La raza Lincoln, a la que pertenecían, había empezado a exportarse a otras partes del mundo, pues su versátil vellón era demandado cada vez más por las hilanderías y los fabrican­tes de tejidos. El condado de Lincoln presumía de ser el mejor considerado al respecto y de gozar de una economía que permi­tía una vida más cómoda para los campesinos y las numerosas granjas y fincas señoriales que poblaban sus tierras amenazadas constantemente por la peste y, en el último año, por una guerra civil entre los monárquicos, seguidores de Carlos I de Inglate­rra, y los parlamentaristas, que disputaban sobre cómo debían gobernar el país, más que quién debía gobernarlo. Con todo, a la aldea de Woolsthorpe apenas había llegado la guerra ni la peste. Sus habitantes seguían viviendo su día a día de forma habitual, trabajando duro desde que despuntaba el alba hasta que llegaba la oscuridad —que en esa época del año solía ser muy pronto tras pasar el mediodía— y respetando sus valores puritanos de sobriedad, excluyendo imágenes, velas, celebra­ciones de festividades tradicionales que violaran sus principios regulares de la adoración y el estudio privado de la Biblia, en el que ponían mayor énfasis, pues su ulterior deseo era que todos alcanzasen la educación y la ilustración necesaria para que fue­sen capaces de leer el libro sagrado por sí mismos.

Woolsthorpe, por lo tanto, al igual que las aldeas vecinas, era una comunidad tranquila a la que, a pesar de todo, le acom­pañaba un halo sutil de tristeza y recelo. Recelo, temor a esa peste maldita que tras tres siglos seguía mortificando Europa entera. Y tristeza por esa incipiente guerra que iba siendo cada vez más virulenta y que, poco a poco, sin ser conscientes de ello, iba socavando los cimientos de su fe inquebrantable en el único Dios verdadero, y fortaleciendo la creencia de que el fin del mundo era inminente.

—¡Hannah!, ¿te encuentras bien?

Hannah había dejado caer la Biblia que llevaba en las manos. El sonido del impacto sobre el suelo alarmó a la señora Ayscough. En los últimos días, cualquier cosa que su hija hiciera acapara­ba toda su atención. El embarazo de Hannah estaba muy avan­zado y, aunque para sus cálculos aún faltaba más de un mes para el alumbramiento, el estado de ánimo de su hija la tenía muy preocupada. La aflicción, la pena profunda, la melancolía que, tras la repentina y reciente muerte de su esposo, se había adueñado de ella hasta el punto de parecer enajenada, ausente de este mundo, sin el menor interés por la criatura que llevaba en sus entrañas, había generado en el matrimonio Ayscough an­siedad, un estado de tensión continuo ante el peligro inminente que corría su hija si no cambiaba de actitud, y ante la inseguri­dad de ser o no capaces de atenderla adecuadamente. Un estado de tensión que se había extendido a sus dos fieles sirvientes: Jacobo y Mildred Paddington. Era un matrimonio humilde, sin hijos, de mediana edad que se ocupaba de todo: tanto daba que fueran los apriscos y el ganado, cultivar patatas, remolachas o coliflores en el huerto, limpiar el gallinero y recoger los huevos, replegar y almacenar los cereales en el granero…, como la limpieza de la casa, el ventilado de las sábanas y la ropa o la preparación de la comida y el peinado de las señoras. Claro está, contaban con la ayuda puntual de los braceros de la aldea cuando se trataba de coger la cosecha de avena y centeno o cuando, llegado el momento, tenían que esquilar las ovejas y los carneros en un tiempo récord para que no se estropearan sus valiosos vellones. Del mismo modo, atendían a los señores de la casa, ocupados la mayor parte de su tiempo en la oración y en el seguimiento y la defensa de una rigidez moral extrema, como marcaba su doctrina religiosa, cuando algún asunto de importancia se instalaba en sus vidas.

—¿Ha llamado la señora? —preguntó Mildred con su acento de campesina iletrada cuando irrumpió en la sala.

Había oído un ruido extraño mientras preparaba en la cocina masa para cocer pan. No había sabido distinguirlo. Solo sabía con certeza que provenía de allí, y ella, ante la duda, y ante ese estado de tensión contagiado, decidió acudir de inmediato.

—No, Mildred. Gracias.

La señora Ayscough todavía esperaba anhelante una respues­ta de su hija.

Cierto era que el ambiente que se respiraba en la granja no acompañaba demasiado a la recuperación del estado de ánimo de Hannah. En todas las granjas vecinas celebraban la Navidad con alegría. Sin embargo, en la de los Ayscough, el luto cubría hasta las paredes de piedra caliza gris enmohecida a capricho. El color negro lo impregnaba todo: lazos negros sobre los cua­dros, sobre las puertas, las ventanas, los asideros de la alacena, los cierres de los baúles…; negros sus jubones de lana gruesa, sus faldas de paño hasta los pies, sus medias, sus gorros, sus crespinas y sus delantales, sus largas y holgadas blusas del in­terior… Todo negro, hasta los pendientes que llevaba Hannah confeccionados con los negros cabellos de su difunto esposo y que ella, de vez en cuando, acariciaba como lo hacía cuando él estaba junto a ella. Aquellos momentos íntimos en los que él apoyaba la cabeza sobre su vientre y ella deslizaba los dedos entre sus ensortijados cabellos negros aproximándole todavía más como para fundirse los tres en uno en esos momentos ar­dientes de pasión y sobre todo de amor. Sí. Amor. Auténtico amor. Aunque había sido un matrimonio convenido, no tardó en inflamarse el amor entre la joven Hannah y su esposo a pesar de que este le doblaba la edad. Amor que creció en el momen­to que supieron que iban a ser padres. No era de extrañar, por tanto, que Hannah, ante el impacto de esa muerte repentina e inesperada, hubiese sido presa de una compunción que la lleva­ba al arrepentimiento constante de cualquier cosa que hubiese hecho a lo largo de su joven vida en desacuerdo con la voluntad de Dios. ¿Por qué, si no, hubiese Dios enviado esa desgracia a su vida? Algo debía de haber hecho mal, pero, por más que intentaba buscar un motivo, no lo hallaba. No lo hallaba en su interior, su corazón no encontraba argumento alguno que lo justificara, aunque su mente inquisidora sospechara, por la estricta y puritana educación religiosa recibida, que la forma en que entregaba su cuerpo a su esposo cuando estaban a solas, siempre oculto bajo una larga camisola con una abertura del tamaño y forma de una pera —bordada austera y minuciosa­mente con el fin de evitar hilachas—, a la altura del pubis para facilitar la penetración, estaba guiada por el demonio. Sí. El demonio. Pues ella sentía placer y ello era inmoral y pecado. Una mujer no debía sentirlo.

—¡Aggg!... ¡Ayyy! ¡Ayyy!

Antes de que Mildred saliera por la puerta del salón hacia la cocina, oyó un fuerte quejido acompañado de lamentos. Prove­nían de la señorita Hannah, que agarraba con fuerza su promi­nente barriga.

—¡Hija!

—¡Señorita Hannah!

La señora Ayscough se levantó desconcertada de su confor­table silla al lado de la chimenea y se acercó a Hannah al tiem­po que Mildred, con las manos en la cabeza por el sobresalto de ese nuevo ruido que, ahora sabía, era quejido, acudía con celeridad. Hannah volvió a gemir, pero más intensamente. Su rostro y su cuerpo, en otros momentos indolente, se contrajo hasta disminuirse, encogerse, como si tuviera mucho frío o mu­cho miedo y quisiera reducirse hasta desaparecer.

—Ya viene… ¡Aggg!, ya viene… —masculló con dificul­tad Hannah.

—¿¡Ya viene el niño!? —alarmada, inquirió su madre.

Hannah hizo un esfuerzo por asentir. Mildred se santiguó en un intento de invocar al Espíritu Santo como si fuese un minis­tro de Dios en la celebración de la epíclesis.

—No puede ser. No es el momento… ¿Estás segura, hija?

Hannah se contrajo de nuevo y empezó a notar cómo un ca­lor suave recorría sus muslos. Pronto Mildred observó que el suelo estaba mojado.

—Sí… Señora, mire. —Apuntó Mildred al suelo con la mano medio enharinada.

—¡Dios bendito! ¡Ha roto aguas! —exclamó la señora Ayscough.

—¿Qué hacemos ahora, señora? ¿Voy a buscar ayuda? ¿Ca­liento agua?...

Mildred había sido presa de sus nervios. Chascaba la lengua y lanzaba las preguntas a la misma velocidad que sus párpados titilaban. Había asistido a muchos partos en su vida; había in­troducido más de una vez su mano en la vagina de una oveja, e incluso el brazo hasta el codo en la de una vaca en momentos de alumbramientos difíciles, pero nunca había asistido el parto de una mujer.

—La llevaremos a su habitación —dijo con aplomo la se­ñora Ayscough.

—Pero… ¿podremos subirla a su habitación en este estado?

—Lo intentaremos. Vamos, cógela por debajo de un brazo y yo por el otro.

Tanto Mildred como la señora Ayscough eran de naturaleza robusta, estatura baja, pero robustas, en tanto que la señorita Hannah, era alta y de complexión delicada, característica que no la beneficiaba en esos momentos ni tampoco cuando estu­vo casadera, pues una mujer entrada en carnes era garantía de vigor, de gran resistencia, algo muy valorado en esos tiempos amenazados por la peste, las privaciones y la guerra. Por ello, sus padres vieron con muy buenos ojos el matrimonio conve­nido de Hannah con un granjero puritano de la aldea vecina de Colsterworth a pesar de ser analfabeto.

Las escaleras de madera de roble oscuro parecían intermina­bles y Hannah no dejaba de gemir y gimotear. «Bien podríamos haber dispuesto alguna alcoba en la planta baja para meneste­res de cierta urgencia —pensaba en esos momentos la señora Ayscough—. Pero claro, solo nos acordamos de santa Barbara cuando llueve», masculló y Mildred no se dio ni cuenta de ello, pues sus oídos solo ponían atención a la maltrecha señorita.

A cada gemido de Hannah, su respiración se entrecortaba y hacían un descanso. Cuando esta retomaba el aliento, con un nuevo impulso, acometían el siguiente peldaño. Al fin, arras­trándola como pudieron, llegaron a la alcoba.

—Uff… ¡Gracias, Señor! —exclamó la señora Ayscough.

Exhaustas y muy nerviosas, aunque Mildred mucho más, dejaron caer a Hannah con cuidado sobre el borde de la cama con dosel.

—¡Dios bendito! ¡Qué frío hace aquí! —Mildred volvió a santiguarse imitando a la señora Ayscough.

—Avisa al señor y a tu marido —le ordenó—. Calentad agua y traed paños y toallas. ¡Pronto! Y los braseros… No olvidéis los braseros.

La señora Ayscough empezó a sudar y no porque hubiese subido la temperatura en la habitación, que seguía estando fría como el aliento de Hannah. Eran los nervios y los esfuerzos al intentar desnudarla con dificultad. Ante los vehementes gemi­dos de su hija, desistió, le puso la almohada doblada bajo la espalda para que estuviera incorporada y facilitara el parto en lo posible, y le subió la falda. Desgarró las costuras de la larga y holgada blusa interior empapada de orín y líquidos propios del alumbramiento, y le abrió las piernas de par en par, hecho que a Hannah la incomodó en grado sumo, pues un sentimiento de vergüenza se adueñó de ella, y las volvió a cerrar con fuer­za. Nadie, ni tan siquiera su marido, la había visto desnuda, y mucho menos abierta a horcajadas y mostrando la entrada del camino que, sin la bendición divina, se tornaba en pecaminoso. Volvió la señora Ayscough a abrirle las piernas, y esa vez las sujetó y mantuvo separadas con ímpetu a pesar de la resisten­cia de su hija. Dejó, entonces, la vía libre al bebé que tenía impaciencia por salir del confortable o inhóspito vientre de su madre. Nunca lo sabrían. Nunca sabrían si el dolor y la indife­rencia de su madre los últimos dos meses fueron la fuerza que le empujó a salir antes de hora. O, por el contrario, lo fue el en­tusiasmo y las ganas de llegar a un mundo que le iba a ofrecer la oportunidad de descubrirlo e investigarlo a conciencia. Un mundo oscuro, anclado, sumergido en la fe y la superstición desde mucho tiempo atrás. Fuera lo que fuese lo que le llevara a adelantar su nacimiento, lo cierto fue que el bebé salió de un tirón en uno de los gemidos. Su cuerpecito pequeño, diminuto, pellejudo, todavía no completado yacía inerte entre las piernas de su madre.

Cuando acudió Mildred con las toallas y el agua caliente, la señora Ayscough llevaba al niño en sus brazos envuelto en una de las sábanas. De la impresión que se llevó Mildred al verla soltó las toallas y la olla de agua caliente, que se desparramó por los suelos. Por fortuna, detrás de ella entraba el señor Ayscough con otra olla y algunas toallas. Jacobo, en ese mismo instante, estaba asistiendo al alumbramiento de un carnero que, al con­trario que el bebé, era robusto y con mucha vitalidad.

—¡Por Dios, Mildred! ¡Ten más cuidado! —exclamó la se­ñora Ayscough sumida en un estado emocional que contenía ra­bia, alegría, impotencia, incertidumbre, cansancio… No sabría ella misma definirlo.

El bebé era un niño. Tenía en sus brazos a un bebé que era su nieto. ¡Su primer nieto! Por momentos la emoción la sobrepasa­ba. ¡Pero en qué estado! ¡Qué estado tan lamentable mostraba la criatura! A ese niño de calva, diminuta cabecita y ojos abultados le auguraba pocos días de vida, como mucho, una semana. Aun así, intentó sobreponerse y lo acercó enseguida a Hannah.

—Hannah, hija… ¡Es un niño! ¡Un niño guapo y fuerte! —mintió, pero ¿qué otra cosa podría decirle en esos momen­tos? Ya expurgaría luego con oraciones su mentira que, tam­bién entendería el Altísimo, estaba más que justificada.

El padre de Hannah, un hombre frío y distante, muy circuns­pecto en su papel de padre y representante honorable de una fa­milia acomodada y puritana de su tiempo, poco pródigo en pala­bras, dejó la olla en el suelo y las toallas sobre el arcón de madera de boj que su yerno había torneado y grabado con las iniciales de Hannah y las de él como presente de boda, además del anillo de prometida. Se acercó hasta la cama para darle un beso en la frente y ver al niño. No dijo nada. Estaba tan sorprendido como Mildred y su propia esposa… Hannah, por su parte, ni le miró. Tenía los mechones del cabello castaño rojizo que sobresalían de la crespina de lana negra empapados en el sudor del rostro y mostraba leves signos de cansancio. En cambio, no parecía estar débil. Había sucedido todo tan rápido, sin apenas dolores ni esfuerzo, que ella misma no salía de su asombro. Sabía de las largas horas de dolor que antecedían al parto de otras mujeres primerizas. Su propia madre le había contado todo lo que pade­ció con ella en el momento de nacer, sin ser su primer parto. Es­tuvo a punto de perder la vida en las largas y dolorosas horas que duró. El rápido alumbramiento de su hijo había sido, por lo tanto, una prerrogativa. Así lo entendió ella. Tal vez, Dios, después de sus largos días de oración y arrepentimiento, la había perdonado.

—Cógelo —le indicó su madre—. Vamos, hija, cógelo… —le insistió.

—Sí, señorita Hannah, cójalo —secundó Mildred, impacien­te, a la señora Ayscough. Mildred no se había acercado al bebé. Ante la subida de tono de su señora, se había quedado clavada en el suelo anegado. Tenía el delantal y los pies mojados por el agua de la olla des­parramada ante la inesperada sorpresa, y la mirada chispeante. Parecía la única en estar feliz por el nacimiento del niño. Quizá porque ella nunca pudo tener uno. Quizá porque, después de tantos años de servicio en esa casa, quería a la señorita Hannah como si fuese su propia hija. Y a ese niño, si Dios tenía a bien concederle una larga vida, lo iba a querer como si fuera su pro­pio nieto.

Los brazos de Hannah arroparon por primera vez a su bebé. Lo miró de la misma manera con la que se mira algo que des­conoces: con curiosidad, con expectación, con asombro… Pero en su cara no se dibujó una leve sonrisa, un leve gesto de com­pasión, un leve gesto amoroso. Tendría que pasar algún tiem­po para que ella albergara esos sentimientos hacia ese niño de piel sonrosada y traslúcida y dedos largos, extremadamente largos. Todavía su dolor y su profunda aflicción no les permi­tían el paso.

—Se llamará Isaac, como su padre —profirió Hannah mien­tras le devolvía el niño a su madre—. Isaac Newton>>.

“Conócete a ti mismo y conocerás el Universo”

 

Emi Zanón

Escritora y Comunicadora de la Nueva Consciencia

 

http://emizanonsimon.blogspot.com.es/

 

emizanonweb@gmail.com





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